jueves, 16 de diciembre de 2010

Ofrenda

Ahí está, frente a mí, me mira con esos ojos…. verdes algunas veces, amarillentos y grisáceos otras, dependiendo de la intensidad de la luz; ahora son negros, es de noche.

El frío nos abraza, los árboles del parque y los columpios oxidados en los que ambas estamos sentadas se agitan. Yo he olvidado cómo mover las piernas para lograr que mi columpio se balancee pero tú no; entre risas, apareciendo y desapareciendo de mi campo visual lo demuestras.

Mi columpio no se mueve y yo tengo ganas de llorar, el nudo de mi garganta me grita que no tengo valor para engullir, mis ojos empañados se ríen de mí. Ella, Estefanía y sus ruidosas carcajadas, se balancean; se divierte.

- Sé que estás enfada conmigo. – musitan mis labios traidores tragando el nudo; parpadeantes, mis ojos dejan salir ese par de lágrimas empañadas… ninguna más emergerá de ahí dentro.

- ¿Yo? Yo no estoy enfadada.

Me responde una Estefanía despreocupada y risueña, meciendo su columpio, sus dedos agarrando con fuerza los eslabones de sendas cadenas de hierro que mantienen el pedazo de madera balanceante.

- Decepcionada. – Susurro.

Ella detiene el columpio, arrastrando tierra con sus zapatillas de deporte, hasta que queda completamente parado. Yo no me atrevo a mirarla.

– Lo estás, sabes que no puedes mentirme.

Guarda silencio, yo intento proseguir con mi soliloquio, la garganta me ha anudado la lengua, pedazo de carne inútil. No, no, no, no puedo llorar ahora, no lo estropearé todo. Me levanto de mi respectivo columpio y me siento en el suelo, a su lado, abrazando sus piernas, apoyando mi cabeza en sus rotillas.

- Déjame cogerte de la mano, vida mía; déjame abrazarte, mi corazón… déjame acompañarte ésta noche. No quiero que llores sola hoy. – Toda yo empañada, toda ella también; lo sé, aunque no me atreva a mirarla a los ojos. – No crezcas todavía, pequeña…
Ella me acaricia el pelo con dulzura, no la veo pero sé que me sonríe, con esa compasión inocente de quien ignora su porvenir.

- ¡Eh! Ya no soy una niña, soy casi una adolescente. – Río sin poder evitarlo, reconociendo a Estefanía, recordándome. El paréntesis de mis ganas de llorar, el soplo de aire fresco, las gotas saladas de mis empañados ojos remiten y me dejan seguir.

- Mi vida, eres una valiente luchadora.

Estrecho sus piernas con fuerza, y en mi mente habitan cada uno de los agujeros negros sobre los que tendrá que planear; cada una de sus lágrimas, cada intento suicida, cada desesperado grito… la vi ardiendo, toda ella, reducida a cenizas y renacida; he visto sus ojos bañados en lágrimas rojizas, sus súplicas, su desesperación, su presencia, siempre solitaria.

- Lo sé, mamá me lo dice muy a menudo. – Me susurra con ternura a la vez que obliga a mi rostro a descubrirse, a mirarla.

Se levanta del columpio pero yo aferro sus manos, hundo mis ojos entre sus dedos, en las cálidas palmas de sus manos, ahí van a parar mis lagrimas, ahí desembocan, ahí resbalan, entre sus dedos.

- Te prometo que todo saldrá bien… que te quiero… que serás fuerte, que llorarás muchísimo. – La ansiedad me consume, las palabras seme atropellan frenéticas en las cuerdas vocales; mis lágrimas caen desde mis adentros, resbalan por entre sus dedos y mueren en el suelo. - Mi pequeña niña solitaria de corazón oxidado, eres tal cual te recordaba, esa niña que yo solía ser, esa niña que fui una vez, en un tiempo que parece lejano, y ajeno.

- ¿Me queda mucho por vivir? – Me pregunta incómoda, asustada, con las manos empapadas de mis lágrimas, sus lágrimas.

Y yo lloro, por esa niña que aún no conoce el dolor, que se enfada con los chicos que le gustan, que aún no sabe besar, que le grita a su gato, abraza a su madre siempre que puede, charla animadamente con su padre durante las comidas, e incluso algunas veces, le da besos a su hermano. Lloro desesperadamente por esa yo de 16 años que sufrirá… que se convertirá en lo que yo soy ahora.

- Muchísimo. – Quiero un destino diferente para ella, quiero menos lágrimas en su camino, quiero, quiero, quiero… y ya no importa, ya pasé por todo eso. – Mi pequeña y valiente, llegan tiempos muy duros.

Respiró, tras el torrente de lágrimas tomo aliento, y una eternidad después consigo dominar el nudo, tragarlo y soltar sus manos empapadas; consigo levantarme y mirarla, mirarme.

Está asustada, pálidos sus labios, fruncido el ceño; me mira aterrada, un futuro desolador le han gritado mis ríos salados.

- Te juro que también encontrarás carcajadas, te prometo que después de algún tiempo, podrás dejar de llorar… - y mi voz, llena de angustias, inundada en fantasmas pasados, se niega a seguir.

Ella me sonríe, mis promesas no la han convencido, el miedo la devora, el primer abismo no tardará en cruzarse en su camino y entonces descubrirá que mis promesas se van cumpliendo, una a una.
lunes, 13 de diciembre de 2010


 Sigo viva, sigo aquí. 
Aunque guarde silencio.

Bajo la lluvia. 
viernes, 3 de diciembre de 2010

Cuántos cuentos cuento

Anita, Feliz Cumpleaños.
Mi regalo para tí es éste.
Te quiero mucho.



Una mañana cualquiera de otoño llegó la lluvia, el cielo gris, el frío… y la saludó empañando la ventana de la alcoba. Tal fue la primera reverencia que recibió del mundo al abrir sus parpados, la niebla emborronando el cristal de la ventana. Aquella que antaño fue una niña descubrió su cuerpo retirando las mantas que la resguardaban del frío invierno, y descalza, con las legañas aún colgantes y los pies congelados, buscó su ropa. Movimientos espasmódicos, tiritando sus dientes y entumecidos los pies, logró torpemente colocarse en cada una de las prendas de ropa.

El café en el fuego, las magdalenas sobre la mesa y por supuesto la cesta al lado de la puerta para no dejarla olvidada; todo perfecto y preparado.

Retrocedió sobre sus pasos en busca del espejo y el agua corriente que auguraba fría como el hielo. Aquella vieja casa, con sus viejas comodidades en las que no entraba el agua caliente…. Fría, clara, pura, así era el agua que lamía con voracidad todo su rostro. Así era como debía ser, cualquier sueño, cualquier deseo de dormir, había muerto ya con las últimas gotas.

El silencio reinaba a aquellas horas tempranas del día triste que se avecinaba, el Sol apenas se decidía a salir, como si las nubes le dieran miedo, como si los relámpagos lo asustaran. Sólo la sombra de pálidos rayos de sol traslúcidos llegaba a tocar el suelo, sólo la sombra de las nubes.

- Una buena tormenta se avecina. – musitó para sí misma, acostumbrada a vivir sola en aquella casa, a veces apenas podía reprimir los pensamientos, que se tornaban en palabras rebeldes.

Al fin, el desayuno, la cafetera gritando, el olor, el sabor, las magdalenas que mamá había horneado el día anterior, la cesta de mimbre que papá le había confeccionado. Todo se lo trajo de vuelta a la cabaña, apenas unos kilómetros al sur se habían mudado papá y mamá… que con todo su cariño dejaron crecer a la niña, la dejaron expandir sus alas y madurar, le legaron el árbol en el que había crecido aquella manzana roja, brillante, llena de luz, de risas, de vida y se mudaron a otra cabaña no muy lejana.


La chimenea escupía los restos de aquellos trozos de madera moribundos que habían logrado mantener la cabaña caliente toda la noche. El olor a madera quemada inundaba toda la cabaña desde hacía días.

En silencio asintió, sus lentos y aún descalzos pasos repasaron cada rincón de la cabaña; algunos recuerdos de niñez se agolparon en una sonrisa, otros en una mueca amarga… y justo en un escondrijo, en el más oscuro y alejado rincón encontró la capucha roja. Una carcajada y unos instantes después, ya la llevaba puesta.

- ¡Che! ¡Mi caperuza roja!

Gritó sin poder reprimir aquellos recuerdos que implosionaban en ese lugar dónde uno guarda las reminiscencias, ese lugar de dónde sólo salen al encontrar algo… algo que los llame, que los ayude a salir. Ahora, bañada en ellos, creía volver a ser aquella niña, su espada, el lobo hundido en su propia sangre y el leñador.

Buscó, con su mirada, a un lado de la puerta, ahí estaba, la espada brillante de plata impecable, apoyada en el marco de la puerta; siempre la acompañaba como una prolongación más de su cuerpo, como cualquiera de sus extremidades… habían muerto muchos lobos desde aquel entonces, desde aquel primer lobo.

- ¿Caperuza? ¿Has vuelto? – siseó la espada.

- Nunca me fui, querida. – Respondió ella mientras se calzaba sonriente.

Sus ojos llameantes y su mano derecha impávida, aferran a su amiga, anudando la correa a un lado de sus caderas.

- Pero mi niña… Hacía mucho tiempo que tu cabeza había perdido la Caperuza. – Volvía a sisear el filo de la espada, acomodado ya en su funda de siempre, colocada en el lado izquierda de sus caderas.

- ¡Andás insolente hoy! La olvidé… ¡Che! ¡Ya sabés! pero hoy la encontré de nuevo… justamente hoy… - Una sonrisa rebosante de sarcasmo amaneció entre sus labios justo antes de salir de la cabaña.

Con su capucha, su cesta vacía y su espada, se encaminó hacia los espesos árboles que delineaban la entrada en aquel bosque del que ya nunca regresaría. Sólo volvió su caperuza roja una vez, sólo una, para retener en su pupila negra la cabaña y no olvidarla jamás, pues Caperuza ya no era una niña y sabía muy bien que no volvería ya a aquella cabaña.


Las gotas de agua, grandes, pesadas, frías, no tardaron en derramarse todas a la vez sobre el cuerpo de Caperuza, que ni siquiera se molestó en echarse a correr.

- ¡Caerás enferma, Caperuza! Con ésta lluvia es peligroso andar por el bosque… los rayos no tardarán en llegar. – Siseaba la espada desde su funda.

- ¡Vos! ¡Cállese ya! ¡De pura insolente que andás hoy no hay forma de que calle! Pasas días sin hablarme, la mayoría de los meses apenas le puedo arrancar una miserable palabra ¡Y hoy no sabe callarse! - Gritó consternada la muchacha de la caperuza roja.

- Es que… tu caperuza… - El siseo de nuevo.

- ¿Qué le pasa ahora, gruñona? – respondió.

- Que esta dónde siempre… - Y aquel siseo parecía entusiasmado.

Caperuza asintió, y en silencio siguió caminando entre el fango, los truenos y el silencio sepulcral que reinaban en la espesura del bosque. Horas pasó en silencio, los charcos se sucedieron, el fango una y otra vez, las raíces de los árboles… y en ello estaba, mirando el suelo mientras caminaba, aburrida, refunfuñando ya. Cuando chocó frontalmente con otra persona de su misma altura.

Ambas cayeron aparatosamente al suelo, ambas se mancharon de barro hasta las mejillas, y al mirarse una a la otra se echaron a reír. Caperuza roja contempló, con desconfianza, llena de confusión y de cierto respeto, a la extraña que había frente a ella, de barro hasta los codos. Parecía de su misma edad, perdida en el bosque, al igual que ella, por mucho que le refunfuñara a aquella espada minutos antes que no estaba perdida. La extraña también la examinaba mientras recogía con las manos su trenza… Caperuza la miró, sorprendida como jamás lo había estado, era una larga trenza enmarañada y deshilachada, de varios metros de longitud.

Se contemplaron, curiosas durante un buen rato, hasta que al fin retomaron su altura, se pusieron en pie y Caperuza desenfundó su espada.

- ¿No es incómodo eso? – Preguntó a la extraña.

- Lo es… - respondió una curiosa Rapunzel que tendía su trenza por la longitud exacta que debía cortar.

La hoja de plata brilló, calló, voraz, sobre Rapunzel y la trenza de varios metros de longitud murió en aquel instante.

- Me llamo Rapunzel – musitó la extraña.

Caperuza miró la cadavérica trenza, miró el pelo que le había quedado a Rapunzel a la altura de los pies, colgando a varios centímetros del suelo.

- Yo me llamo Caperuza roja. Pero… Vos… ¿No lo querés más corto?

Rapunzel tomó entre sus manos la espada de Caperuza, y la enfundó ella misma en su correspondiente lugar, justo en la cadera de Caperuza Roja. Giró su cuerpo hacia la trenza muerta del suelo, se arrodilló y asintió con la cabeza; Caperuza supo entonces que aquella extraña se estaba despidiendo de su trenza, de la misma forma que ella se había despedido horas antes de su cabaña.

- ¿Estás perdida? – preguntó Rapunzel a la par que emprendía la marcha acompañada de Caperuza Roja.

- No… Vengo a por vos… - Respondió una Caperuza Roja encontrada, a una Rapunzel menos perdida.

Ambas siguieron atravesando el bosque, espalda con espalda algunas veces en las que los lobos quisieron devorarla; hombro con hombro, otras veces en las que podían limitarse a pasear y charlar. Siempre bajo las copas de unos árboles lluviosos.


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"En su texto, el escritor levanta su hogar. Así como acarrea papeles, libros, lápices y documentos de cuarto en cuarto, así crea el mismo desorden en sus pensamientos. Éstos se vuelven muebles en los que se sumerge, contento o irritable. Los golpea con afecto, los gasta, los mezcla, reacomoda, arruina. Para quien ya no tiene patria, el escribir se transforma en un lugar donde vivir."
(Th. W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada)
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"De repente me he vuelto pequeñita, tanto que un soplido podría romperme; pero ese soplo nunca llega porque él nunca respira, nunca duerme, nunca escucha; es como un centinela, sabe que sus cosas – las “cosas” de su propiedad - no se moverán. Yo… tampoco me moveré, permaneceré aquí callada, encerrada, con las ventanas y las puertas abiertas."

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